Lo que se gesta en Colombia
Por: William Ospina
Lo que verdaderamente está en juego
no es la paz, que es clamor unánime, sino decidir cuál es la paz que necesita
el país.
Gracias a un
esfuerzo de muchas gentes y de mucho tiempo, el presidente Santos ha logrado
que la solución negociada del conflicto sea un camino que ya nadie niega, ni
siquiera los que siguen exigiendo de modo irreal una justicia de venganzas y
una paz de vencidos.
Pero este gobierno pregona por todas
partes una paz sin cambios esenciales. Repite, para tranquilizar a los grandes
poderes, a las Fuerzas Militares y a los Estados Unidos, que no se va a alterar
el modelo económico ni el modelo político.
Para el santismo y para el uribismo
se trata entonces de eliminar el conflicto, cosa que le conviene mucho a la
dirigencia, pero no las causas del conflicto, que es lo que le conviene a la
comunidad. Por eso insisten en que la causa de esta guerra es la maldad de unos
terroristas y no, como pensamos muchos, un modelo profundamente corroído por la
injusticia, por la desigualdad, por la mezquindad de los poderosos y la
negación de una democracia profunda.
Pretenden que la paz no tiene que
enfrentar el problema de un sistema electoral donde sólo pueden ganar las
maquinarias del clientelismo. Pretenden encarnar la legitimidad, pero todo el
mundo sabe que nuestro Estado es un monstruo burocrático irrespirable, que las
Fuerzas Armadas requieren cambios profundos, que los niveles de desigualdad son
los más escandalosos del continente, que los niveles de violencia son
pavorosos, que la pobreza y la negación de su dignidad mantienen a vastos
sectores hundidos en la indiferencia o el delito.
Qué extraño sería que de repente desapareciera
el conflicto sin que fuera necesario modificar ninguna de las deformaciones de
la democracia que lo hicieron posible.
Sospecho que la razón por la cual la
dirigencia quiere acabar el conflicto no es el dolor por la muerte de tantos
colombianos, ni el dolor de las víctimas acumuladas, ni los millones de
hectáreas arrebatadas, que por las vías jurídicas propuestas no serán
restituidas en cien años.
Han descubierto que Colombia tiene la
mitad del territorio lleno de recursos naturales que serían un negocio
incalculable ante la demanda planetaria de materias primas, y el palo en la
rueda para la venta de esos recursos, y para la implantación de la gran
agricultura industrial en la altillanura, es la desesperante guerra de
guerrillas que agota la paciencia inversionista y gasta en un conflicto
interminable los recursos públicos.
Han llegado a creer que es posible
terminar el conflicto sin cambiar las miserias que lo alimentan, y cualquier
precio parece barato comparado con los beneficios que podrían obtener. Europa y
Asia han extenuado sus recursos naturales durante miles de años, mientras
Colombia tiene la mitad de su territorio en el segundo día de la creación.
Una dirigencia acostumbrada por
siglos a la corrupción, a hacer negocios privados con la riqueza pública, está
lista para vender al mejor postor esa riqueza, con la conocida falta de
patriotismo con que fue capaz de ceder la mitad del territorio nacional en los
litigios fronterizos y el proverbial egoísmo con que ha condenado a la sociedad
a la precariedad, a la mendicidad y a la desesperación.
Por eso debería estar claro que la
paz negociada sólo le sirve a Colombia si es una paz que perfeccione la
democracia, que ayude a convertir el país en lo que debió ser desde el 8 de
agosto de 1819: una república decente, una democracia incluyente, con un Estado
que defienda el trabajo, donde la economía no sea vender el suelo en bruto;
donde tengamos industria, agricultura, mercado interno; una infraestructura
pensada para favorecer al país y no sólo a unos cuantos empresarios; y un orden
legal donde la protección de los débiles sea prioridad de las instituciones.
Colombia tiene demócratas suficientes
para no seguir permitiendo que una élite simuladora y apátrida mantenga el país
en las condiciones vergonzosas de precariedad en que permanece. Colombia tiene
ya las condiciones para conformar la franja amarilla, para poner freno a esas
minorías, y para exigir de los poderes en pugna que acuerden la paz, no para
satisfacer intereses mezquinos, sino para que el país entero pueda respirar una
era distinta.
La insistencia del Gobierno en que
con esta paz nada esencial va a cambiar, anuncia que lo que quieren es mantener
el mismo desorden que produjo la guerra, la misma injusticia que la alimentó
por décadas y la misma pobreza del pueblo que la padeció, pero sin la molestia
que representa el conflicto para los negocios de los poderosos.
Así como al terminar la guerra de los
partidos, bajo la amenaza de una nueva violencia, nos impusieron la dictadura
del bipartidismo, ahora exigirán que aceptemos un acuerdo sin más beneficio que
no padecer la brutalidad de los ejércitos.
Pero eso no es todavía la paz, no es
todavía la modernidad, no es todavía la reconciliación. Es una astuta manera de
atornillarse en el poder otros cien años. El pueblo podría quedar otra vez
fuera del pacto, los guerreros querrían ser los únicos beneficiarios y que la
comunidad simplemente legitime sus acuerdos.
Hasta propondrán otra vez que el
pueblo sea el árbitro pero renuncie a ejercer su soberanía, como en 1958,
cuando se maquinó una cláusula por la cual la ciudadanía se prohibía a sí misma
volver a expresarse en plebiscitos. Nuestra democracia siempre fue dócil para
la caricatura.
Que hagan la paz y que estén todos en
ella. Pero del pueblo depende que esa paz, por primera vez en nuestra historia,
represente beneficios efectivos para la comunidad siempre aplazada, no una mera
limosna de los perdonavidas.